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CHILE, EL ESTADO QUE NO SE TOCA: UNA REPÚBLICA EN PILOTO AUTOMÁTICO

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Editorial RancaguaTV


 

Hay un elefante en la habitación, y huele a papel quemado, a promesas rotas, a Constitución fósil. Chile vive bajo el espejismo de un Estado moderno, pero debajo del barniz democrático, lo que existe es una estructura petrificada, intocable, diseñada para auto-perpetuarse.

Los impuestos suben, el dinero vale cada vez menos, y mientras la inflación ahoga a las familias, los discursos políticos flotan en un limbo desconectado. El Congreso legisla a ciegas, la burocracia se alimenta a sí misma, y la élite económica, esa que nunca pierde, ajusta las cuerdas de su marioneta con una mano mientras con la otra financia fundaciones "sin fines de lucro".

Y nadie, nadie, se atreve a hablar de una reingeniería del Estado. ¿Por qué? Porque tocar al Estado chileno es tocar al poder real. Y el poder real no debate: se protege, se disfraza, se disuelve en tecnicismos, en reformas graduales, en excusas eternas.

Mientras tanto, el pueblo vive en la trampa: elegir entre lo mismo con otro nombre. Se nos vendió el sueño del cambio constitucional, pero terminó en un proceso domesticado, manejado por los mismos grupos que temen que el pueblo tenga realmente voz.

El sistema no está en crisis: el sistema es la crisis.

Y en medio de ese pantano, las vacas sagradas del sistema jurídico se pasean como si el país les perteneciera. Ministros, jueces y fiscales con denuncias en curso, con vínculos a empresas, a partidos, a operaciones de encubrimiento. Funcionarios que aparecen en informes internos, en auditorías, en grabaciones. Pero que jamás enfrentan a la justicia porque ellos son la justicia. Ellos hacen y deshacen, blindados por el silencio institucional y la complicidad de sus pares.

Y mientras tanto, el ciudadano común se muere esperando una hora médica. El sistema de salud pública es un campo de batalla donde la vida depende de la suerte. Una cirugía puede demorar años, los medicamentos son impagables, y las listas de espera se inflan con cifras maquilladas para que los ministros salgan bien en la prensa. La salud, en Chile, no es un derecho: es un privilegio disfrazado de política pública.

Y cuando el malestar crece, ahí aparecen las encuestas truchas, esos oráculos modernos que, lejos de medir la realidad, la fabrican. Empresas ligadas al poder, operadores políticos convertidos en analistas, índices manipulados para crear climas artificiales de estabilidad, de apoyo o de miedo. La opinión pública es moldeada como arcilla, no para reflejar lo que el país siente, sino para convencerlo de que está equivocado.

Y lo más oscuro: la seguridad pública se ha convertido en un botín político. El narcotráfico se mimetiza con barrios abandonados por el Estado. Las policías, muchas veces sin recursos ni respaldo real, enfrentan redes delictuales que operan con tecnología, armas y protección política. Hay comunas enteras donde el miedo gobierna más que la ley. Y cuando la violencia estalla, el discurso oficial pide “paciencia” mientras se arman comisiones de seguridad que no llegan a nada. Carabineros y policías de investigaciones son instrumentalizados según la agenda del día, mientras los verdaderos jefes del crimen siguen en la sombra.

La ciudadanía ya no exige solo justicia o igualdad: exige protección, y el Estado no la ofrece. Solo entrega excusas, mientras sus propios actores —algunos— son parte del problema.

Todo eso es parte de lo mismo. Un aparato diseñado no para servir al pueblo, sino para administrarlo, contenerlo, anestesiarlo. Pero ya no alcanza con parches. No se trata de cambiar los rostros: se trata de cambiar la lógica. De desmontar un sistema que premia al que abusa y castiga al que denuncia. Un sistema que necesita ser desnudado, expuesto y reconstruido desde la base.

Es hora de un verdadero cambio de equipo.

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